La librería más antigua de Madrid cierra sus puertas.
Dice Ana Serrano que los recuerdos de la infancia son siempre los que más marcan. Los que menos se emborronan.
Los suyos se localizan en la discreta trastienda de la librería que su padre, abogado y catedrático de Lengua y Literatura, abrió tras ser represaliado después de la guerra.
«Mis padres pasaron hambre, literalmente, hasta que les prestaron dinero para poner el negocio. Yo no había nacido aún», comenta Ana al otro lado del teléfono.
Fue así como Pérgamo abrió sus puertas en el año 1944, en pleno barrio de Salamanca.
De sus primeros años de vida, Ana recuerda con nitidez cómo, sentada en una escalerilla que se apoyaba en la pared, pasaba las horas curioseando libros cuando apenas sabía leer.
Luego, cuando aprendió, lo mismo leía La dama de las camelias que la colección de Guillermo Brown.
«Mi hijo pequeño se llama Guillermo precisamente por él. Era forofa».
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En aquella trastienda pasó los primeros 14 años de vida. De nueve de la mañana a nueve de la noche. Su madre fue también su maestra.
Cuando no le daba clase, Ana ayudaba en lo que podía: desde haciendo ovillos con las cuerdas que ataban las cajas de libros, hasta poniendo serrín en el suelo cuando llovía.
Después, aunque hizo hasta cinco carreras en el conservatorio, su vida siguió ligada a la librería.
Los meses de septiembre y octubre, con el inicio del curso escolar, eran especialmente ajetreados. «Vivíamos todo el año de lo que se vendían en esos dos meses», asegura».
Hoy, con un cartel de «Liquidación» y otro de «Se alquila» en el escaparte, todos estos recuerdos se antojan caducos. Casi marchitos.
La librería más antigua de Madrid, con la que solo compite ya en antigüedad la Librería Felipa, de libros de segunda mano, pronto echará el cierre.
A la fagocitación de Amazon se le añade la falta de un relevo que nunca llegó ni para Ana ni para su hermana Lourdes. «Ella es la que ha estado siempre.
Lleva aquí 50 años. Ahora ha cumplido 80″, dice Ana sobre su hermana. «Le hemos dicho que no queremos que se rompa la cadera aquí. Que hay que cerrar. Nos hemos ido languideciendo. Y por eso nos vamos».
En su interior, Ana alberga la esperanza de que el negocio que en tiempos de sus padres llegó a sustentar hasta a cuatro familias siga siendo una librería cuando ellas ya no estén.
Aunque el escepticismo es más fuerte que el ánimo. Teme que los interesados en hacerse con el local y en mantener su misma actividad retrocedan en el momento de pagar el alquiler.
«Quizá no les salgan las cuentas», lamenta.
«Cuando se pierde una librería, es una tragedia, un paso a la vulgarización, al barbarismo. Cada vez que una librería cierra, me dan ganas de ponerme el crespón«.
Con información de El Mundo
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