Cabañeros tiene el triste título de ser el Parque Nacional menos visitado de España. Recibe unos 100.000 visitantes al año frente a los casi 4 millones del Teide.
Eso parece dar a entender que no merece mucho la pena conocer Cabañeros. Pero mucho mejor así. Menos mogollón y más tranquilidad para disfrutar de unos bosques y unas montañas donde es más fácil encontrarte con un ciervo o un águila imperial, que con un grupo de gritones en chancletas.
Y como yo soy de llevar la contraria a la mayoría y de escapar de los mogollones, esta Semana Santa me he ido allí a pasar unos días de buen campito. Donde he descubierto un rincón que me ha dejado sin respiración: El Chorro de Los Navalucillos, en la provincia de Toledo. Así que aprovechando que tengo el recuerdo todavía muy fresco, os invito a que catemos su paisaje con los cinco sentidos.
Imagínate caminar por un bosque reseco montaña arriba y, de repente; darte de bruces con una cascada inmensa que lo llena todo de humedad y verdor. ¿Te vienes de paseo?
En este vídeo de mi canal en YouTube te resumo la experiencia.
Cómo llegar
Es una ruta sencilla, sin demasiadas complicaciones. Lo más complejo es quizá lo mejor de todo, llegar hasta el comienzo de la ruta atravesando unas carreteras secundarias (y terciarias); pasando por pueblos deliciosos de los Montes de Toledo de esos que al verlos piensas: «aquí tengo que volver con más calma».
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La cosa se pone ya interesante nada más tomar el desvío señalizado cerca del punto kilométrico 16 de la carretera CM-4155, de las Becerras; aproximadamente a 10 kilómetros del pueblo Los Navalucillos (Toledo). Porque entras directamente en una larga pista forestal de tierra con curvas pronunciadas y algún que otro despeñe que pone a prueba tu vocación aventurera.
Pero no hay otra que seguir hacia abajo, hasta el río Pusa; donde una zona de acampada y un bar suelen ser la excusa perfecta de los menos decididos para hacer una parada técnica, tomar un refresco y regresar al asfalto.
Los más entusiastas siguen recto, hasta llegar por fin a los aparcamientos junto a la caseta de información situada en el límite del Parque Nacional.
Aquí empieza nuestra ruta, así que no olvides llevar agua y buena protección solar, incluido sombrero y cremas.
Una ruta muy especial
En su mayor parte el sendero transcurre por una pista forestal que atraviesa la zona más montañosa de Cabañeros. Gracias a ella podemos disfrutar de bellos paisajes entre bosques típicamente mediterráneos, encinares en las zonas más secas y bajas; y rebollares en las umbrías más húmedas y altas.
Y encontrarnos con sorpresas botánicas tan propias del norte atlántico (y tan impropias de estas latitudes) como el tejo; el acebo o el abedul, supervivientes de épocas pasadas con otros climas más fríos. Como techo, humilde pero mirador increíble; el Rocigalgo es la máxima altitud de los Montes de Toledo, 1.448 metros de panorámica 365 grados.
El primer tramo de la ruta transcurre entre encinas y olorosas jaras, salpicadas por brezos, enebros y mostajos. Al llegar al arroyo de La Arañosa, el fresco bosque de ribera nos recibe con las ramas abiertas y nos acompañará durante la mayor parte del recorrido; regalándonos la sombra de fresnos, sauces, arraclanes, arces y algún que otro castaño.
De vez en cuando asoman entre las lomas roquedos de pardas cuarcitas; donde la erosión en algunos sitios ha convertido en desordenadas pedrizas. En esas crestas sobrevuelan buitres leonados y algún que otro buitre negro.
Después de una hora de paseo tranquilo se llega a una pequeña explanada donde el pueblo de Los Navalucillos toma el agua potable de la que se abastece; al lado de una pequeña presa del arroyo. A partir de aquí se complica un poco el sendero. Abandonamos la pista por unas empinadas escaleras que se adentran entre rebollares y encinares hasta llegar al desvío del Chorro; donde se encuentran los restos de un sestil, un antiguo refugio de cabreros.
¿Qué vemos?
Llegar en un día de calor al Chorro de Los Navalucillos es una de las experiencias más increíbles de Cabañeros. Es como llegar al paraíso escondido, un lugar lleno de frescor, sombra y grandes helechos; donde se escucha potente el sonido del agua cayendo violento por los 18 metros de esta increíble cascada en medio del bosque.
Vemos una gran cascada que se despeña entre los riscos cayendo por un precipicio de 18 metros de altura en medio de una exuberante vegetación.
Vemos que aquí la humedad es tan elevada que todo está cubierto de grandes helechos; como si acabáramos de llegar al valle secreto de Jurasic Park. Y la verdad es que no estamos nada desencaminados. Porque estas rocas de cuarcita son de la época de los dinosaurios, tienen más de 500 millones de años.
Y en este increíble anfiteatro natural hay numerosos refugiados climáticos más propios de esas épocas de los grandes reptiles. Aquí encuentran protección raros tesoros botánicos de la última glaciación como el acebo, el tejo o el abedul.
Llámame exagerado, que lo soy, pero cuando llegué allí el otro día me sentí un poco como Jeremy Irons en la película de La Misión; justo en ese momento en que llega a las cataratas del Iguazú y se da de bruces con esa inmensa jungla húmeda. Qué sensación de placidez más emocionante.
Si te quedan fuerzas y tiempo puedes continuar hasta la Chorrera Chica. A pesar de su nombre es prácticamente igual en tamaño a la primera cascada; e incluso resulta más grandiosa pues cae en medio de un cerrado anfiteatro rocoso al que llega siempre menos gente. Eso sí, ten allí mucho cuidado. El paso es estrecho y a pesar de que hay cadenas para agarrarte a las rocas, en plan rústico pasamanos; si llueve la humedad de los riscos los puede hacer muy resbaladizos.
¿A qué suena?
Suena a cascada inmensa, claro. Al agua precipitándose desde esos 18 metros de altura en medio de un ruido ensordecedor.
Pero si hay algo que me sorprendió aún más fue sin duda el silencio de la noche. Porque es más atronador que el ruido del agua. Y más sobrecogedor.
Aprovechando que estuve en noches de luna llena, me di buenos paseos al atardecer por el campo y me parecía estar caminando por la selva. Qué coros de grillos y ranas. Y con qué ganas cantan ya por la noche los ruiseñores y autillos; recién llegados de África y locos por encontrar novia cuanto antes. Así lo escuché y conté en Twitter:
¿A qué huele?
El bosque de Cabañeros huele poderosamente a una planta que lo inunda todo, la de la jara pringosa.
¿Cuál sería su tacto?
Sin duda es el suave tacto del musgo cubriendo rocas y troncos de los árboles, porque no te lo esperas. En las zonas de umbría, mirando hacia el norte, los musgos tapizan las rocas con un espesor tal que parece que las fueran a ahogar.
Es un manto increíble de verdor oscuro, más propio de paisajes asturianos o gallegos. Ese famoso «musguito blando sobre la piedra» que junto con la hiedra en redada en el muro cantara Violeta Parra en su mítica y tan nostálgica canción «Volver a los 17».
¿A qué sabe este paisaje?
Sabe a buen comer. Porque qué bien se come en los Montes de Toledo. Y qué barato. Y qué bueno todo. La cocina tradicional aquí es todavía de esa de la de siempre, con excelentes guisos de cuchara, de calderetas; de buenas migas con huevos fritos en cazuelillas de barro. Donde te advierten que el gazpacho manchego es un plato caliente con carne de caza y tortas cenceñas troceadas. Por no hablar de la carne adobada de venado a la plancha o la de esas vacas que pastan felices en la dehesa.
A pesar de tanto caminar por el monte, creo que volví de Cabañeros con varios kilos de más de felicidad en el cuerpo.
Los postres son igual de contundentes. Como estuve en Semana Santa, fue imposible no probar las torrijas. Eso sí, bien bañadas en mieles de romero y cantueso de la zona.
Con información de 20 minutos
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